Ni la carne tiene antibióticos, ni la ganadería es la principal responsable del cambio climático; por Deborah García
El problema con el consumo de carne es que los debates morales se disfrazan de debates científicos. Cuando la elección moral está tomada, es difícil abstraerse y compartir los datos con objetividad. En ciencia se conoce como cherry picking, o falacia de evidencia incompleta, escoger los datos convenientes y obviar el resto. También ocurre otro fenómeno, cuando los datos no son aplastantes, la información se puede tejer hasta convertirla en un traje a medida.
La realidad es que la ganadería no es la responsable principal del cambio climático, está un orden de magnitud por debajo del responsable principal. El 75% de las emisiones de gases de efecto invernadero (entre ellos el CO2) provienen del sector energético, donde el transporte supone el 27,7%, siendo la actividad con más peso en el total de emisiones. La ganadería supone el 8% y la agricultura el 4%. Estos son los datos oficiales, los que manejamos la comunidad científica; provienen del Inventario Nacional de Gases de Efecto Invernadero Español y del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), y son coherentes entre sí. El 8% comprende todos los gases de efecto invernadero, también el metano. Todos se miden como "CO2 equivalente".
Al mostrar estos datos así de desnudos, en múltiples foros he recibido reproches de los dos bandos, a favor y en contra del consumo de carnes. Para unos el dato es demasiado grave, para otros es demasiado flojo. Los hechos son como son, independientemente de lo que uno desee.
No obstante, el impacto ecológico de una actividad no solo depende de la cantidad de gases de efecto invernadero. Hay que tener otros factores en cuenta. La ganadería es muy diferente según el territorio y cómo se realice la actividad. Por ejemplo, en Galicia la mayor parte de la ganadería es imprescindible para el cuidado del paisaje, la biodiversidad y la protección del medio. Empezando porque es clave para el mantenimiento de los montes y la prevención de incendios forestales, y terminando porque el ganado consume o bien recursos renovables o bien residuos alimentarios que gracias al sector se transforman en recursos.
La ganadería hace que la producción de semillas oleaginosas sea más sostenible, no al revés. Esto ocurre con la soja, el maíz, el girasol, el lino, las semillas de algodón, palma o colza entre otras. A menudo se responsabiliza erróneamente a la ganadería de los monocultivos. El dato más repetido es que el 80% de estos cultivos se utiliza para alimentar al ganado. Este dato es cierto, pero se suele interpretar de manera incorrecta. No significa que todas esas hectáreas de terreno cultivado solo sirvan para alimentar al ganado; la realidad es que salvo un 10-15% de semillas que se usan para consumo humano, el resto se prensan para extraer aceites. Parte de esos aceites se emplean en alimentación y parte para fabricar biodiesel. Al extraer el aceite, aproximadamente un 80% del peso de la semilla se queda como harina, como residuo. Eso es lo que se usa como alimento para ganado.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) afirma que el 86% de lo que come el ganado son restos vegetales sin ningún otro uso y que, sin animales, se perderían y supondrían un problema medioambiental. Si no hubiese ganado, la demanda de aceites se mantendría, con lo que los cultivos seguirían teniendo la misma extensión, solo que acumularíamos miles de toneladas de harinas sin saber qué hacer con ellas. Por eso lo correcto sería decir que los animales se comen las sobras, o más bien reciclan, transformando en recursos algo que para nosotros sería un residuo.
Otro de los datos a tener en cuenta para evaluar el impacto medioambiental de la ganadería es la huella hídrica. La huella hídrica es un indicador de la cantidad de agua dulce necesaria para producir un alimento (o servicio) a lo largo de todo su ciclo de vida. En el caso de la carne, se tiene en cuenta toda la vida del animal, incluida su alimentación, hasta que se transforma en alimento. Por ejemplo, la huella hídrica de 1 kg de carne de vacuno es de unos 15.000 litros, la de cerdo es de unos 6.000 litros por kilogramo de carne, y la del pollo es de unos 4.000 litros.
La procedencia del agua es importante, por eso se divide en tres tipos: huella hídrica verde, la fracción de huella que procede directamente del agua de lluvia o nieve y que se almacena en el suelo en capas superficiales al alcance de las plantas; huella hídrica azul, el agua que procede de fuentes naturales o artificiales mediante infraestructuras o instalaciones operadas por el hombre; y huella hídrica gris, el agua contaminada en los procesos de producción.
Sin embargo, aunque los datos de huella hídrica son los que son, existe cierta controversia acerca de su interpretación. No supone lo mismo una huella hídrica en un territorio húmedo que en uno árido. Por eso, aunque la huella hídrica de una vaca sea la misma en Galicia que en un desierto, lo cierto es que en una zona rica en agua el impacto medioambiental de la ganadería con respecto al agua es mucho menor. En Galicia, Asturias o País Vasco, de media más del 95% de la huella hídrica de la ganadería es verde. Para tener en cuenta estas diferencias entre territorios, desde la comunidad científica se sigue investigando para desarrollar índices de impacto medioambiental relativos al agua más objetivos, que comprendan métodos de medición de estrés hídrico y escasez de agua.
El resumen de todo esto es que una dieta con carne sí puede ser sostenible. La sostenibilidad depende fundamentalmente del tipo de producción y procedencia de la carne, tal y como ocurre con las dietas basadas en vegetales, que su impacto medioambiental también depende del método de producción y sobre todo de la procedencia de los alimentos.
Otra de las informaciones relativas a la ganadería que se suele distorsionar es la relativa al uso de antibióticos. Es cierto que a los animales se les administran antibióticos, pero estos ni se emplean para engordar al animal ni acaban en la carne.
Cuando un animal está enfermo hay que cuidarlo. Para eso están los veterinarios. Ellos serán quienes decidan qué tratamiento debe seguir el animal. Si se trata de una infección bacteriana, o el animal va a someterse a una intervención quirúrgica, lo normal es que se le administren antibióticos. Dependiendo del animal y del tratamiento, la legislación impone a los ganaderos un tiempo de espera suficiente para que no quede ni rastro de antibiótico en el animal que permanezca en su carne o en la leche. Esto está estrictamente regulado en la Unión Europea por la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA), que son quienes realizan los controles periódicos para garantizar que ninguna carne ni ningún alimento de procedencia animal contenga rastro de antibiótico cuando llega al mercado.
En el pasado se utilizaban antibióticos para evitar infecciones y promover el crecimiento de los animales. En la Unión Europea esto está prohibido desde 2006, así que hace casi dos décadas que no se pueden usar antibióticos para engorde.
Toda esta información medioambiental y sanitaria va a ser usada (o criticada) por quienes están moralmente a favor del consumo de carne y por quienes están en contra. Por eso es tan importante la cultura científica, porque la información necesita de un filtro de conocimiento. En los extremos está la caricatura. En el fondo están los hechos.
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